Fue una de esas tardes en que el gris, mezclado con la llovizna y el frío de junio nos hacen pensar dos veces antes de salir de casa.
Fue una de esas tardes que ponen en obvio que el invierno ya llega y trae consigo la dificultad para quien no tiene abrigo.
Fue una de esas tardes que por la época son casi noches, casi tristes, casi solas…
De esas tardes en que agradecemos tener un techo, el calor de un hogar, una familia, un mate, una sonrisa.
Una de esas tardes los vio. Eran tres. Uno se bajó del carro en que venían, con el pelo hecho sopa. Trece habrá tenido, o catorce, quién sabe. Los otros dos eran más chicos, sentados juntitos sobre el tablón que hace de asiento, para conservar el poco calor que hacía que esos corazoncitos no perdieran la esperanza…
Bajó y entró a la panadería. Salió sin nada. Ni siquiera mostraban sus ojos marrones el desencanto. Entró en la fábrica de sanguches de al lado, dos le regalaron. Volvió despacio al carro y se los dio a sus hermanitos, primos, o cual fuere el parentesco. Comían de a poco.
Él había salido de la panadería con una bolsa de francés recién sacado del horno, con la pretensión de llegar a su casa, hacerse unos mates y descansar un poco. No pudo.
La imagen de los niños lo contuvo antes de cruzar la calle, de sentarse en el auto. Esa imagen… Pensó dos o tres veces, intentó moverse, nada… Se les acercó despacio - ya a esta altura habían terminado la comida – y les preguntó si querían un par de facturas. “Sí” respondieron al unísono. Con aire decidido entró en la panadería, sacó unos billetes y le dijo a la panadera: “dame unas facturas, y con el vuelto un par de criollos”. El más grande de los chicos esperaba afuera, recibió sin decir palabra. Al subirse al destartalado móvil los tres miraron y dijeron “muchas gracias, eu”. Las sonrisas lo conmovieron, se sintió bien.
Cuando había cruzado la mitad de la calle se le hizo un nudo a la garganta. Derrepente y como un niño empezó a llorar, desconsolado, irremediablemente triste. Cerró la puerta del auto y siguió llorando, hizo las cuadras que lo separaban de su casa y todavía lloraba.
Esos ojitos, esas caritas, las manos trémulas al recibir la comida, las miradas de satisfacción. El agradecimiento, el hambre, la felicidad, la simpleza, la pobreza…
Las lágrimas no cesaban de caer por sus mejillas, su cuello, su cuerpo, su todo. El nudo que genera la injusticia no aflojaba en su garganta, quería volver, sonreírles, decirles algo… ¿Qué? No se le ocurría, ni tenía el coraje…
Todas las contradicciones de su mundo lo golpeaban salvajemente, las injusticias lo cortaban, las faltas de respeto lo hincaban, las de amor por la vida lo dejaban así… Tirado. Sin fuerzas para seguir parado. Con un dolor más que agudo en el pecho y la mirada nublada, como ese cielo, que también lloraba.
Y no era la primera vez que llovía, ni la primera que los veía, ni la última en que sufriría…
Feli me angustiaste con este texto porque transmitis el sentimientoo!
ResponderEliminarRealmente ver gente sufriendo en la calle angustia... ¡pero eso no se compara con lo que deben sufrir ellos!
Lo peor es la costumbre... si vas a pleno centro todos los días (como me pasa a mí) es como si te vacunaran,sos inmune a la desgracia ajena! te "acostumbrás" a verlos, ya no te sorprende, ¡después de un tiempo ya ni siquiera los ves ! Y eso esta pésimo, "la ignorancia mata al hombre" dice el proverbio y es muy cierto... ¡hay que aprovechar esos momentos de compasión y HACER algo! hay que ser más conscientes, más solidarios y, sobre todo ¡más despiertos!
Besos Feli!! Gracias por el tirón de consciencia!
Bien nenneeee, bien
ResponderEliminarAbrazo de gol,
Nano
Gracias Nanoo!
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